¿Qué hace falta?

     Estando en la entrada de la escuela, y viendo sus puertas abiertas invitándome a entrar, el sentimiento fue totalmente distinto al esperado. Horas antes de mi primera experiencia docente fuera de las aulas de la universidad, solo encontraba emoción, satisfacción de poder finalmente explayar todos mis conocimientos y metodologías dinámicas, creativas, que por años aprendí a poner en práctica con  una  base  en  el trabajo  colaborativo, y  que  solo pueden  desarrollarse mientras  haya  una comunicación entre pares y una conexión con la cultura, porque, como dice Paulo Freire (2015) “Sólo existe saber en la invención, en la reinvención, en la búsqueda inquieta, impaciente, permanente que los hombres realizan en el mundo, con el mundo y con los otros” (p.52). Sin embargo, frente a las puertas de la escuela pública, sentí temor, desconfianza de mis capacidades por la incertidumbre acerca del tipo de grupo que iba a tener, si iba a poder lidiar con situaciones nuevas y, posiblemente, avasallantes, con estudiantes que cargan realidades intensas, difíciles, sobre sus espaldas y que se sienten condicionados por ellas, no solo por sus vivencias sino  las experiencias anteriores con educadores, aquellos “profesionales” que no dan lugar a una relación de respeto, de intercambio y comunicación, por lo que, como dice Freire (2015), les generan frustración a los alumnos, por el control constante de sus pensamientos sobre variados aspectos, principalmente los conocimientos que inculcan en ellos, quitándoles participación y por lo tanto, posibilidades de descubrirse a sí mismos, sus facultades y sus voces (p.58). Luego de haber sentido lo común al enfrentar una situación incierta, recordé mis convicciones originales, aquellas que incorporé y/o desarrollé durante mi formación, para recaer en el rol del educador en la escuela Ayllu, Warisata (1986) que define al maestro “(…) como líder social, como un conductor, con responsabilidades mucho mayores que las que señala su título docente, y desde luego, con proyecciones infinitamente superiores (…)” (p.82).

      Por lo anteriormente dicho, supe que mi deber es, y será, estimular permanentemente la emancipación de los estudiantes. Aquella es el motor fundamental de mi pedagogía, hacerles conocer sus derechos, ser una de las garantes de ellos, manteniendo una relación horizontal, fomentando el respeto mutuo, la iniciativa de tomar la palabra, la participación en las actividades, la aceptación de la cultura, las tradiciones, la historia anterior a ellos que, implícitamente, contribuyó en su formación, pero principalmente, reforzar las relaciones sociales tanto dentro como fuera de la institución escolar, como Saúl Taborda (1935) sostiene luego de pensar a la familia,  los medios comunicación,  la comunidad en sí, como espacios educativos diferentes a la escuela, pero igual de cruciales para “generar instancias de participación y autonomía”, acercando a los estudiantes, e impulsándolos, hacia la cultura nativa y consecuentemente, “recuperar las voces de los alumnos”.

         Esa fuerte idea de articulación con la comunidad, la naturaleza, el entorno que rodea a los alumnos y las instituciones, está implantada en mi visión ya que visibiliza subjetividades antes ocultas por las ideas de una política conservadora y con una mirada empresarial, de un sistema donde el contenido es depositado en el estudiante para llegar a un ideal de futuro ciudadano, por lo que, al aceptar que es ya un ser social pero en pleno desarrollo, la enseñanza debe darse en la medida que interpela al alumno, donde tiene el protagonismo de las actividades, así, como avaló la escuela Ayllu, se “aprende haciendo”, produciendo a la misma vez que se permite el desarrollo de las facultades del estudiante. Considero que esta puesta en práctica constante de los conocimientos debe darse para cumplir un objetivo, una tarea, de esta manera se pueden implementar más fácilmente, y en cantidad, los llamados “contenidos significativos” y, por lo tanto, al educando usar aquello que aprendió en teoría, le da un significado real. Así el aprendizaje y la enseñanza toman nuevas direcciones, dejan de ser una mera reproducción y aplicación escrita para formar futuros sujetos sociales, debido a que son ya individuos dentro una sociedad, con una carga de saberes, ideales, valores e identidades culturales que deben tomarse en cuenta como puntos de partida para la educación.

         Recuperé las ideas de estos maestros de América Latina que me marcaron profundamente mientras caminaba dentro de la escuela pública N°27 sintiendo el contacto entre el suelo y mi calzado, reiterando la importancia de las realidades de los estudiantes, sus trayectorias de vida, la mía, pensando en cuan agradecida debo sentirme por poder estar en contacto con mis orígenes, poder expresar mi pensamiento que, como explica Kusch (1978), “sufre la gravidez del suelo”, trasmitir mis saberes y reconocer el valor de aquella historia, construída por símbolos, que nos antecede. Por ende, para poder luchar contra las características de un sistema opresor heredado, es necesario empezar los cambios desde la institución común para todos los sujetos, la escuela, de manera que cada educando se enfrente a quienes le niegan sus derechos. Es entonces cuando los acontecimientos pasados, los contenidos transgeneracionales se vuelven fundamentales para la continuidad de la educación, para escribir un futuro distinto al pasado, resaltando que, como dice Kusch (2014) “(…) el paisaje, ya sea el cotidiano o el del país, no sólo es algo que se da afuera y que ven los turistas, sino que es el símbolo más profundo, en el cual hacemos pie, como si fuera una especie de escritura, con la cual cada habitante escribe en grande su pequeña vida.”

           Cuando finalmente tuve frente a mi el aula en el que me tocaba trabajar y pude reconectar completamente con todos esos contenidos significativos que contribuyeron enormemente con mi formación docente, pensé que esas cuatro paredes no podían limitarme, porque, aunque nosotros, los docentes, tengamos que trabajar bajo sistemas sociopolíticos opresores, la búsqueda de la liberación siempre da lugar a la esperanza. Aquella esperanza de lograr una continuidad en los estudiantes y que ellos mismos puedan continuar la revolución y levantarse cada vez que sientan la necesidad de luchar por sus convicciones, por ende nunca olvido, la definición de Salazar Mostajo sobre la escuela Ayllu, Warisata (1986): “No una preparación para la vida, sino la vida misma, la vida resultante de la división de clases, de la desigualdad y vida creadora de conciencia y aptitud de lucha, en lugar de ser una adaptación conformista a modalidades actuales” (p. 83-84).

— Rosa Barilari.


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